La leyenda de la vainilla
Por el ilustre diplomático Papanteco José J. Núñez y Domínguez
Cuando los Totonacas, la raza más artística de la América precolombina después de haber esculpido las maravillosas ornamentaciones pétreas de Teotihuacan, decidieron asentarse en las costas de hoy Estado de Veracruz, en el Golfo de México, todavía no practicaban los sacrificios humanos.
Panteístas por temperamento, amantes de las cosas bellas y delicadas, rendían culto al sol, al viento, al agua y la tierra y sus ofrendas a los Dioses consistían en ramilletes de flores y en incineraciones de “Copal”. En holocausto mataban algunos animales silvestres, pero adoraban a los pájaros, sobre todo a los de brillantes plumajes que les servían para los penachos de sus áureos “copilli”.
Establecidos en la región costeña, constituyeron el reino del Totonacapan, una de cuyas capitales, además de Cempoala y Mixquihuacan, fue Papantla que en su idioma quiere decir “Tierra de Luna Resplandeciente”.
Los primeros jefes de aquel señorío levantaron adoratorios a sus principales deidades, entre las que sobresalía la Diosa “Tonacayohua”, que era la que cuidaba la “siembra, el pan y los alimentos”, y la que comparan los primeros cronistas con la Ceres de los antiguos romanos.
En la cumbre de una de las más altas sierras cercanas a Papantla, tenia su templo Tonacayohua, de cuyo aderezo y ritos estaban encargadas doce jóvenes que desde niñas eran dedicadas especialmente a ella y que hacían voto de castidad de por vida.
En tiempos del Rey Teniztli, tercero de la dinastía Totonaca tuvo una de sus esposas, una niña, a quien por su singular hermosura pusieron el nombre de “Tzacopontziza” que equivale a “lucero del alba” y no queriendo que nadie disfrutara de su belleza fue consagrada al culto de Tonacayohua.
Pero un joven príncipe llamado “Zkatan-Oxga” (el joven venado), se prendo de ella. A pesar de que sabia de que tal sacrilegio estaba penado con el degüello, un día que Lucero del Alba salió del templo para recoger unas tortolillas que había atrapado para ofrendarlas a la Diosa, su enamorado la rapto huyendo con ella a lo mas abrupto de la montaña.
Pero no había caminado mucho trecho cuando se le apareció un espantable monstruo que envolviendo a ambos en oleadas de fuego, les obligo a retroceder rápidamente. Al llegar al camino ya los sacerdotes les esperaban airados, y antes de que Zkatan pudiera decir una palabra, fue degollado de un solo tajo y la misma suerte corrió la princesa. Sus cuerpos fueron llevados aun calientes hasta el adoratorio, en donde tras extraerles los corazones que se pusieron en las piedras votivas del ara de la Diosa, fueron arrojados a una barranca.
Más en el lugar en el que se les sacrificó la hierba menuda empezó a secarse como si la sangre de las dos victimas allí esparcidas, tuviera un maléfico influjo. Y pocos meses después empezó a brotar un arbusto pero tan prodigiosamente que en unos cuantos días se elevó varios palmos del suelo y se cubrió de espeso follaje.
Cuando ya alcanzó su crecimiento total comenzó a nacer junto a su tallo una orquídea trepadora, que, también con asombrosa rapidez y exuberancia, echó sus guías de esmeralda sobre el tronco del arbusto, con tanta fuerza y delicadeza a la vez, que parecían los brazos de una mujer, eran guías frágiles, de elegantes y cinceladas hojas.
El ardiente sol del trópico apenas si traspasaba las frondas del arbusto, a cuyo amparo, la orquídea se desarrollaba como una novia que reposa en el ceno de su amado. Y una mañana se cubrió de mínimas flores y todo aquel sitio se inundo de inefables aromas.
Atraídos por tanto prodigio, los sacerdotes y el pueblo no dudaron ya de que la sangre de los dos príncipes se había transformado en arbusto y orquídea. Y Su pasmo subió de punto cuando las florecillas odorantes se convirtieron en largas y delgadas vainas que al entrar en sazón, al madurarse, despedían un perfume todavía más penetrante, como si el alma inocente de “Lucero del Alba” quintaesenciara en él fragancias más exquisitas.
La orquídea fue objeto de reverencioso culto, se le declaro planta sagrada y se le elevo como ofrenda divina hasta los adoratorios Totonacos.
Así de la sangre de una princesa nació la vainilla que en Totonaco es llamada “XANATH” (flor de vainilla) y en Nahuatl “Tlilxochilt” (flor negra)” (Transcrito con autorización del autor, 20 de septiembre de 1950).